Por alguna razón desde hace un par de semanas odio los días miércoles, me ponen de malas y hasta cierto punto me deprimen un poco. La razón la tengo muy clara y es esa obligación que tengo de escribir algo sobre un tema específico. Quizá mi pasión no era el periodismo. Amo escribir. Odio la obligación a hacerlo.
Hoy es miércoles, mi mal humor apareció desde que me di cuenta de ello. Sabía que tenía que sentarme frente a mi computadora y dejar todas las distracciones a un lado para enfocarme en lo que por motivos académicos tengo que hacer: El escrito que están leyendo en estos momentos.
Me preparé sicológicamente, abrí mi refrigerador para elegir la bebida que me acompañaría en el tedioso proceso, para mi mala suerte, la leche que había y el refresco sin gas hicieron que mi mal humor subiera a un nivel más alto. Estaba consciente que un vaso de agua no era lo que mi boca deseaba.
Al abrir mi computadora portátil, me di cuenta que quizá este miércoles no era tan malo. Pues en la parte baja del lado izquierdo de mi monitor se presentó el tema perfecto para iniciar el contenido de este blog que lees ahora.
En un color blanquizco y con un tamaño pequeño el reloj marcaban las 6:29 de la tarde y una línea más abajo ahí estaba. Lo que cambió el mal humor que venía arrastrando por más de 12 horas: 23 de febrero de 2011. Fecha que para muchos mexicanos no significa nada, pero, que para muchos estadounidenses significa mucho.
Te preguntarás a dónde voy con tanta palabra y te prometo que tengo un punto que hacer y lo haré tan pronto lo vea conveniente.
Después de ver la fecha del día de hoy me levanté de la mesa un tanto emocionado hacia mi cuarto, no me importó que el piso estuviera helado y que mis calcetines se pudieran manchar con el polvo de la casa. Lo único que quería, era encontrar uno de mis libros favoritos que está relacionado a gran medida con la fecha del día de hoy: México mutilado de Francisco Martín Moreno, una novela que explica cómo nuestro país fue cobardemente mutilado y cortado por la mitad para entregar una gran parte de nuestro territorio a los estadounidenses. Tenía que buscar una información para iniciar a teclear.
Abrí mi libro y entre sus páginas, un poco rayadas por las notas que tomo esporádicamente, encontré lo que andaba buscando. Era un número y estaba coloreado de amarillo. Tome mi calculadora y comencé a hacer cuentas. El resultado de la operación hecha fue 164. Mi ánimo cayó de nuevo. Todo estaba claro, en mi mente se dibujaba, al fin, la cara de aquel bastardo que sin razón lógica alguna condenó a nuestro país a vivir de este lado del Río Grande y olvidarnos de los ricos territorios del norte. Todo por retirarse cobardemente de una guerra que si hubiese seguido, quizá, el mapa de México sería más grande.
Con mi buscador de internet abierto, busqué su cara de nueva cuenta. Ahí estaba. Un tipo pálido con ojos escondidos y una frente enorme. Sentí el impulso de escupirlo, pero no me atreví. No valía la pena, mancharía mi computadora y al mismo tiempo sabía que son muchos los años que han pasado y quizá, es tiempo de culpar a otros por la situación que muchos mexicanos vivieron, viven y vivirán en las tierras del norte. Me entristecí un poco al saber a mi madre ser parte de esos tantos mexicanos que día a día sufren discriminación y viven escondiéndose en tierras que en algún momento nos pertenecieron.
Es aquí en donde empieza el triste caminar de los inmigrantes mexicanos en Estados Unidos.
Bebí el último trago de agua de mi vaso, cerré mi libro, mi mente vagó un rato y después de unos segundos sólo pude articular: Maldito, mil veces maldito seas Antonio López de Santa Anna.